sábado, 28 de febrero de 2009

Editorial #00


Caminando por la urbe de esta gran Ciudad de México, el transeúnte circula su cotidiana vida en la soledad. Vida fugaz e intrascendente que a la velocidad de los medios de transporte y de la comunicación va mimetizando su identidad con el rostro común de quien se esconde en la multitud.

El contacto físico se ha perdido hasta en los tumultos del metro, el microbús, el tren suburbano o el Metrobús.

Apenas consciente, este nómada de sí mismo sale del teléfono celular o el Ipod sólo para gruñir la invasión de su espacio, pelear con algún histérico desencantado y recuperar su cápsula virtual.

Ahí en esas calles o en esos andenes se sumergen las historias de la vida citadina. Una doble vida: la física que deambula y se traslada del trabajo a la casa, de la casa a la escuela, va al supermercado a las cuatro de la mañana y se desploma en alguna cantina, en algún antro o concierto.

Vida física que pierde la geografía y se reproduce en el territorio personal, un viaje cíclico de computadora o video juego que da paso a la virtualidad. Ahí, en ese espacio sin espacio se configura una doble vida que se duele de desencanto resultado de la soledad. Nuestra identidad convertida en dígitos de password y códigos de barras.

Ciudad que traga y fascina, conecta y desconecta a sus habitantes dándole esquinas y refugios para huir.

El Transeúnte lucha también constantemente por evitar sucumbir a la atomización que implica el estrés diario y sus múltiples horas para desplazarse de un lugar a otro; el chilango construye entre los escombros del smog y las garnachas nuevas condiciones de vida; pasea por el Centro Histórico sorteando los tumultos cargados de bolsas con sus últimas ofertas; grita en el Zócalo el 15 de septiembre y más humildemente, logra exprimirle horas a la semana para tomar la chela con los amigos, para ir al cine con la pareja; utiliza el Ángel de la Independencia como el inicio de la protesta y la culminación de la victoria y todavía no olvida el llorar una decepción entre el mariachi de Garibaldi.

En la calle cruzando el semáforo, entre edificios grises y autos veloces el transeúnte tiene la sensación de caminar en muchos mundos que no se tocan y no se pertenecen pero evocan las mismas ausencias.

La Revista Transeúnte busca desenterrar las historias como una forma de superar el aislamiento.

Revista que en la materialidad da pertenencia a la efímera virtualidad. Nosotros los de a pie sobrevivimos al desencanto en la diversidad. Mundos de donde venimos y a los que podemos ir.

El transeúnte rompe el desierto urbano dándole expresión a sus pasos. Rompe el cerco virtual y la indiferencia buscando con la publicación hacer de la pausa de traslado una posibilidad de tregua. Se trata de huir y sumergirse en un mundo de texto e imagen y hacer frente a esa virtualidad que nos hace ajenos. Un intento de develar el espejismo de la soledad.

Cada historia contenida en Transeúnte son pequeños actos subversivos en contra de la reclusión emocional. En estos tiempos desoladores donde parece que Chilangolandia sólo está conformada por millones de individuos, nosotros nos atrevemos a decir que la Ciudad de México se conforma por millones de grupos, de historias colectivas que se entretejen y permiten tender puentes en común.

Experiencias que aglutinan no sólo el imaginario social, sino que conforma una serie de historias capaces de desafiar al monstruo de asfalto y negociar una tregua con él.

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