domingo, 7 de marzo de 2010

Rocío Montoya - autobiografía citadina

Yo, uno de los miles de conurbanos de esta ciudad, soy hija de padres migrantes venidos de una provincia guanajuatense.

     Crecí en lo que llamo “mi rancho”, una colonia escondida entre cerros en un municipio al norte del Estado de México.  Mi extraño y prematuro interés por el arte, con lo raro que es por esos lugares, provocó que desde adolescente comenzara a viajar cada día a la escuela, a los museos, las galerías, atravesando la ciudad de ida y vuelta. 

     Así me convertí en parte de la población flotante, con paradas momentáneas, sin espacios propios, lo que con el tiempo fue modificando mi perspectiva de vida.
Porque allá en “mi rancho” la dinámica es diferente. Mis vecinos son también migrantes o hijos de migrantes, como yo, que acá reproducen los modos de sus pueblos. 

     Apresurados por el sonido de la campana de la iglesia, que aún se encuentra en el centro del barrio, los cuates de la primaria formaron su propia familia antes de los 20. Los más estudiados terminaron carreras técnicas, los otros desde chavos buscaron sus empleos. 

     Pero, también están los muchos que aún prefieren irse de mojados con la familia del pueblo que presume le ha ido bien en el gabacho.

     Con mi familia no fue así. Tomar una vida citadina prestada nos llevó a probar nuevas posibilidades.  Dejamos de soñar con la casota tipo "narco", la troca último modelo, los billetes y los hijos. Nos contagiamos del famoso deseo de éxito profesional de las clases universitarias y nos vendimos la idea de apostar por la calidad de vida en lugar de los bienes materiales.

     De la Obrera a Coyoacán, de la San Rafael a Chapultepec, de la Doctores a la Roma, con algunas paradas en la Condesa o en la Narvarte por un café, me he mimetizado en chilango. Conozco y camino en partes de la ciudad como si fueran mi barrio

     Tengo conocidos cerca de cualquier lugar, y una idea de cómo llegar casi a cualquier lado. Vivo la ciudad como mía, más que muchos de sus legítimos hijos. Sé de sus formas, colores y espacios. La disfruto y la odio como cualquiera de sus habitantes, de rato en rato. 

     Y si la noche no me agarra cerca de Mixcoac o la Portales, regreso a casa a cenar con la familia y a escuchar, entre sueños, el silbido del tren de carga que todavía pasa por “mi rancho”.

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